El hallazgo de las joyas escondidas. Cap. 4. Otra visita a la enfermería. Segunda parte
El hallazgo de las joyas escondidas. Cap. 4. Otra visita a la enfermería. Segunda parte
Ilustración de Jesús Delgado
Nuestros amigos han decidido visitar la enfermería. Tienen que subir por la escalera de caracol donde una vez pasaron mucho miedo. A pesar de que ahora no les da tanto miedo, a Leo no le hace mucha gracia ir el primero.
Ilustración de Jesús Delgado
Nos metimos en el gran edificio y subimos al primer piso hasta la escalera de caracol.
—Ponte tú el primero, Leo, y nosotros te seguimos.
¡Ay, siempre me toca ir el primero! Si hay escobazos me los voy a ganar yo todos. Manuel explicó:
—Con tus ojos vas iluminando el camino, Leo. Todos te seguimos.
No me quedó más remedio. La escalera se iba poniendo más oscura a medida que avanzábamos. Noté que Manuel se pegaba cada vez más a mi cola, y Lucía a Manuel. Clara y Timo cerraban la fila.
—Leo, no veo nada, levanta la cola que me tapas los ojos.
No sé si yo me pegaba a Manuel o él a mí. Estábamos por la mitad de la escalera cuando empezamos a escuchar ruidos. Nos quedamos quietos. Los ruidos se oían muy cerca.
La escalera les da miedo a todos, porque es estrecha y tiene poca luz. Esta vez oyen unos ruidos que Manuel identifica procedentes del órgano. Enseguida van a conocer al que lo toca, pero primero les acompañamos hasta la enfermería. A Leo no le gusta nada ese lugar porque le recuerda cuando le llevaron a poner la vacuna y le pincharon con una aguja muy larga. Lucía le tranquiliza diciéndole que todo lo que hay allí no sirve, son cosas muy viejas.
Ilustración de Jesús Delgado
La vieja enfermería estaba en un lugar muy apartado, en un piso muy alto, casi debajo del desván. Yo me conozco todo aquello porque hay muchas ratillas y voy de caza. Se meten debajo del tejado, pero no tienen escapatoria.
Enseguida vimos la señal de la entrada: CAVE CANEM. Ya sabíamos lo que significaba. Estaba escrita en romano, pero eso yo no lo entendía, aunque Lucía y Manuel me lo habían explicado. En cambio, me acordaba muy bien de que era un signo de reconocimiento y una pista del tesoro. Eso lo ponía en una carta y se me quedó. Habíamos estado allí. Empujamos la puerta sin dudar y entramos en la sala de azulejos blancos. Vi la vitrina con los frascos y las inyecciones y me dio miedo otra vez. Me empezó a entrar el TEMBLEQUE. No lo puedo remediar, me acordaba de aquella aguja larga que me metieron cuando me pusieron la vacuna y ya la sentía en mi lomo.
Ven la señal de la entrada CAVE CANEM y Leo dice que “está escrita en romano”. Tú ya sabes que no se dice en romano, sino en latín. CAVE CANEM significa “cuidado con el perro” y también sabes que es una señal de reconocimiento, que, cuando algo está en peligro, se identifica con esta señal.
Ilustración de Jesús Delgado
Recorren la vieja enfermería y no hallan nada de lo que están buscando: la llave de las joyas. Empiezan a bajar las escaleras y se encuentran con el señor que ha tocado el órgano. Es un jesuita muy mayor, lleva un bastón y no ve bien. Manuel le dice que él toca la flauta.
Ilustración de Jesús Delgado
—¡La flauta…! —Y se quedó pensando—. El órgano también tiene el sonido de la flauta, pero mis manos ya son torpes y a veces no se acuerdan de las notas. Mis ojos casi no ven. Le miré las manos y se parecían a los huesos que les gustan a Timo y a Currita.
—Señor, la música que tocaba era muy bonita —dijo Lucía —. Sí, pequeña, la música es un regalo del Señor.
El Señor…, otra vez el Señor como en la carta. Al escuchar aquello, que yo no entendí, vi que a Manuel se le había ocurrido alguna idea.
—¿Usted conoce la señal de CAVE CANEM?
—¿ CAVE CANEM, CAVE CANEM …? Sí, la recuerdo. Era la señal de los hermanos. Nos miramos. ¡Conocía a los hermanos! Seguramente sabía quiénes eran el hortelano, el cocinero, el sacristán…
—¿Sabe quién es el hortelano?
Manuel ha tenido una idea estupenda. Como es muy mayor, seguramente conoce a los hermanos, al hortelano, al cocinero… El rollo que han encontrado está escrito por el hermano cocinero.
—¿El hortelano? Ya no hay hortelanos. Antes sí, hace mucho tiempo había hortelanos, teníamos una huerta muy grande y hasta vacas en el monte. Aquel señor lo conocía todo. Le escuchábamos muy atentos.
—¿Ahora no hay?
—Tuvimos que partir; yo era muy joven entonces, pero me acuerdo muy bien. Se calló y se quedó pensando.
—Siga, siga, señor, decía que tuvieron que marcharse. ¿Fue el gran viaje?
—Sí, así lo llamábamos. Fue muy triste, muy triste, tener que dejar todo y marchar. Se quedaba callado con la mirada perdida. No sé, yo creo que le daba un poco de pena. Manuel siguió preguntándole:
—¿Adónde fueron en el gran viaje?
—Muchos fuimos a Francia, otros más lejos, a Bélgica también.
Les está contando algo muy importante: tuvieron que marchar de la Universidad, dejando atrás todo. Fue “el gran viaje” del que ellos ya han oído hablar. Leo enseguida se acuerda de su abuela que nació en Francia. El jesuita se pone un poco triste al recordar ese tiempo, porque después llegó la guerra.
Al decir aquello, le pasó algo porque se calló, se puso muy encorvado y empezó a andar con el bastón, con mucha dificultad: toc, toc, toc. Vimos que se alejaba por el pasillo como si se hubiera olvidado de nosotros.
—Me hubiera gustado preguntarle más cosas. Ese señor sabía mucho —dijo Manuel.
No han descubierto nada nuevo en la vieja enfermería, pero han confirmado el gran viaje, una pista importante para comprender lo que están buscando.