Compartiendo el disfrute. Platero y yo. El niño y el agua. XLII
Compartiendo el disfrute.
Platero y yo. El niño y el agua. XLII
El niño y el agua. Escultura de Francisco Martín Molina. Moguer
Comentamos en una entrada anterior que Platero y yo no es un libro escrito para los niños. Sin embargo, en él destacan el “estado de gracia” de los niños y la mirada compasiva hacia los más débiles, -en algunos casos, los niños- , siendo estas dos notas claves del texto.
El poeta escribió: “Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida…”. Hoy me detengo en El niño y el agua, un buen ejemplo del “estado de gracia”, en armonía con la naturaleza.
XLII
EL NIÑO Y EL AGUA
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz: Oasis.
Ya la mañana tiene calor de siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados. Habla solo, sorbe su nariz, se rasca aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida forma primera.
—Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma.